Subsidio Pastoral

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SUSSIDIO IV Giornata Poveri 2020.indd

Presentación

“Tiende tu mano al pobre”. Las palabras del libro del Sirácida sirven este año al Papa Francisco para arrojar luz sobre la gran historia de pobreza que abraza naciones enteras. La pandemia que vive el mundo ha puesto de manifiesto una pobreza que muchos habían olvidado: la fragilidad. Los pobres son frágiles por definición, porque carecen de lo necesario y su existencia depende de la generosidad y solidaridad de los demás. Por paradójico que parezca, el Covid ha hecho posible descubrir que todos somos débiles y dependientes de los demás. Nadie está excluido de esta condición. Los grandes de la tierra, los poderosos del mundo y el hombre de la calle están todos en la misma balanza. La mascarilla puede ser una primera defensa, pero el virus se cuela por todas partes por muy buenas que sean tus intenciones. No nos salvamos solos, sino juntos. Las imágenes que todavía están impresas en nuestros ojos han mostrado la generosidad de tantas personas que realmente han ofrecido sus vidas para ayudar a quien estaba necesitado. Alguno ha sentido incluso el deber de llamarlos “héroes”, tanto ya no se está acostumbrado a ver gestos de vida cotidiana donde el compromiso y la generosidad deberían ser habituales y compañeros de viaje de todos.

La mano tendida nunca puede ser en sentido único. Quien la tiende debe estar seguro de que viene recibida por otra mano. La ayuda es recíproca. No haría falta distinguir siquiera quién es el primero en extender la mano. Todos tienen necesidades y todos reciben algo: quien tiende la mano debe poder contar con la solidaridad y quien ayuda debe ser consciente de su responsabilidad. La debilidad y la fragilidad se presentan con diferentes rostros, pero en cada uno está impreso el rostro de Jesucristo que pide ser reconocido. No se puede volver la mirada hacia otro lado, sería una traición, sobre todo a nosotros mismos porque nos volvemos aún más débiles. Encerrados en nosotros mismos, se buscan las defensas que nadie puede garantizar porque éstas existen sólo en el reconocer la importancia del otro. La fragilidad personal se supera con la fuerza de la comunidad.

Este año, por tanto, la Jornada Mundial de los Pobres entra más directamente en cada uno de nuestros hogares. La conciencia de la fragilidad experimentada durante los meses de confinamiento nos permite redescubrir las necesidades de quienes, a diario, viven a nuestro lado y llevan grabado en sus cuerpos de manera permanente lo que nosotros hemos vivido sólo durante unos pocos días. Es necesario no olvidar. El Mensaje del Papa Francisco ayuda mucho en este sentido porque pone de manifiesto la concreción de los gestos que enriquecieron la pobreza de esos momentos: “La mano tendida del médico que se preocupa por cada paciente tratando de encontrar el remedio adecuado. La mano tendida de la enfermera y del enfermero que, mucho más allá de sus horas de trabajo, permanecen para cuidar a los enfermos. La mano tendida del que trabaja en la administración y proporciona los medios para salvar el mayor número posible de vidas. La mano tendida del farmacéutico, quién está expuesto a tantas peticiones en un contacto arriesgado con la gente. La mano tendida del sacerdote que bendice con el corazón desgarrado. La mano tendida del voluntario que socorre a los que viven en la calle y a los que, a pesar de tener un techo, no tienen comida. La mano tendida de hombres y mujeres que trabajan para proporcionar servicios esenciales y seguridad. Y otras manos tendidas que podríamos describir hasta componer una letanía de buenas obras. Todas estas manos han desafiado el contagio y el miedo para dar apoyo y consuelo” (n. 6).

Frente a este signo de gran humanidad y responsabilidad, el Papa Francisco contrapone, sin embargo, la imagen de quienes siguen teniendo “las manos en los bolsillos y no se dejan conmover por la pobreza, de la que a menudo son también cómplices” (n. 9). La lista, afortunadamente más corta como para testimoniar que el bien es siempre mucho mayor que la codicia de unos pocos, describe también escenas de la vida cotidiana: “Hay manos tendidas para rozar rápidamente el teclado de una computadora y mover sumas de dinero de una parte del mundo a otra, decretando la riqueza de estrechas oligarquías y la miseria de multitudes o el fracaso de naciones enteras. Hay manos tendidas para acumular dinero con la venta de armas que otras manos, incluso de niños, usarán para sembrar muerte y pobreza. Hay manos tendidas que en las sombras intercambian dosis de muerte para enriquecerse y vivir en el lujo y el desenfreno efímero. Hay manos tendidas que por debajo intercambian favores ilegales por ganancias fáciles y corruptas. Y también hay manos tendidas que, en el puritanismo hipócrita, establecen leyes que ellos mismos no observan” (n. 9). Palabras duras, pero lamentablemente verdaderas, que muestran cuánta falta de responsabilidad social sigue presente en el mundo de hoy con la consecuencia de bolsas extremas de pobreza que crecen de forma desproporcionada.

La “mano tendida” es una invitación a asumirse la responsabilidad de ofrecer la propia contribución. Esto se hace evidente en gestos de vida cotidiana capaces de aliviar el destino de aquellos que viven en dificultad y han perdido la dignidad de hijos de Dios. El Papa Francisco no tiene miedo de identificar a estas personas como verdaderos santos, los “de la puerta de al lado” que, con sencillez, sin ruido ni publicidad, ofrecen el genuino testimonio del amor cristiano. La presencia masiva de tantos rostros de pobres requiere que los cristianos estén siempre en primera línea, y que sientan la necesidad de saber que les falta algo de esencial cuando un pobre se presenta ante ellos. “No podemos sentirnos ‘bien’ cuando un miembro de la familia humana es dejado al margen y se convierte en una sombra” (n. 4), escribe el Papa Francisco en su Mensaje. Es como si nos invitara a hacer nuestro el “corazón inquieto” de San Agustín. Permanecer inquietos hasta no haber encontrado a Dios impreso en el rostro de los pobres.

La pobreza de la pandemia ha permitido redescubrir la necesidad de la oración. No es poco. Con toda probabilidad, esta necesidad es fruto de una doble emoción. Por un lado, el miedo que se apodera de nuestros días porque, como se ha mencionado, nos sentimos débiles y frágiles. Por otro lado, saber que hay una fuerza que va más allá de nosotros mismos, que domina el mundo y lo mantiene en vida en su misericordia. Más allá de las emociones que a menudo son efímeras, debería preservarse con tenacidad la necesidad de la oración. Esta no sólo da la posibilidad de levantar la mente y el corazón hacia Dios, sino que obliga a mirar el rostro de los hermanos. Se mira a Dios para pedirle que nos mire a nosotros y a los hermanos. La oración es escuchar la voz de Dios que habla en el silencio y llega al corazón de cada persona que se presenta ante él para darle alabanza y gloria por encima de todo. Sin embargo, precisamente en el escuchar de la relación con Dios, la oración se convierte en presentación de lo que el hombre necesita. En este espacio se puede descubrir la cercanía de Dios que nunca nos deja solos. El tiempo de la oración se transforma en espera, esperanza y obediencia a su palabra. En definitiva, se comprende lo que es verdaderamente esencial, aquello por lo que realmente vale la alegría de vivir a pesar de la presencia de la prueba.

La Jornada Mundial de los Pobres no se detiene, por tanto, en un gesto esporádico de generosidad, sino que se hace una vez más intérprete para entrar con más fuerza en el interior de cada uno. La solidaridad se extiende y se convierte en verdadera caridad porque está movida por la oración que sabe comprender las necesidades profundas del hermano que vive conmigo a la luz de la presencia de Dios.

 

 

+ Rino Fisichella