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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN EL ENCUENTRO INTERNACIONAL
“LA IGLESIA EN SALIDA. RECEPCIÓN Y PROSPECTIVAS
DE EVANGELII GAUDIUM"

Sábado, 30 de noviembre de 2019

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Queridos hermanos y hermanas:

En estos días os habéis encontrado numerosos, venidos de muchas partes del mundo, para retomar en vuestras manos la Evangelii gaudium. Os lo agradezco y agradezco al obispo Fisichella sus palabras y también que lleve adelante esta tarea. Estoy seguro de que llevaréis a casa con entusiasmo los frutos de estos días de encuentro.

Quisiera deciros muy sencillamente: la alegría del Evangelio brota del encuentro con Jesús. Cuando nos encontramos con el Señor es cuando nos inundamos de ese amor del que sólo Él es capaz. Entonces, «cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos» la vida cambia «para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción evangelizadora» (Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 8). Porque en ese momento la necesidad de proclamarlo surge espontáneamente, se vuelve irrefrenable, incluso sin palabras, con el testimonio. Así comenzó la evangelización, en la mañana de Pascua, con una mujer-apóstol, María Magdalena, que después de haber encontrado a Jesús resucitado, el Viviente, evangelizó a los Apóstoles. Estaba en la tumba de Jesús con tantos sentimientos tristes en su corazón: al dolor por la pérdida del Maestro se sumaba el temor por el futuro y el desconcierto por la presunta violación de la tumba. Pero su llanto se convirtió en alegría, su soledad en consuelo después de encontrar en Jesús el amor que nunca defrauda, que nunca abandona ni siquiera ante la muerte, que da la fuerza para encontrar lo mejor de sí mismo. Es verdad para todos: «nuestra tristeza infinita sólo se cura con un infinito amor» (ibíd., 265).

La experiencia de tantas personas en nuestros días no dista mucho de la de María Magdalena. La nostalgia de Dios, de un amor infinito y verdadero, está enraizada en el corazón de cada hombre. Necesitamos a alguien que nos ayude a reavivarla. Necesitamos ángeles que, como fue para María Magdalena, traigan buenos anuncios: ángeles de carne y hueso que se acerquen para enjugar lágrimas, para decir en el nombre de Jesús: “¡No tengáis miedo!” (cf. Mt 28,5). Los evangelizadores son como ángeles, como ángeles custodios, mensajeros del bien que no dan respuestas inmediatas, sino que comparten el interrogante de la vida, el mismo que Jesús dirigió a María llamándola por su nombre: «¿A quién buscas?» (Jn 20,15). A Quién buscas, no qué buscas, porque las cosas no bastan para vivir; para vivir se necesita al Dios del amor. Y si con este amor suyo pudiéramos mirar en los corazones de las personas que, por la indiferencia que respiramos y del consumismo que nos aplana, a menudo nos pasan por delante como si nada, podríamos ver ante todo la necesidad de este Quien, la búsqueda de un amor que dure para siempre, la pregunta sobre el sentido de la vida, sobre el dolor, la traición, la soledad. Son inquietudes para las que no bastan las recetas y los preceptos; es necesario caminar, es necesario caminar juntos, hacerse compañeros de viaje.

El que evangeliza, efectivamente, nunca puede olvidarse de que siempre está en camino, a la búsqueda con los demás. Por lo tanto, no puede dejar a nadie atrás, no puede permitirse el lujo de mantener a distancia al que va despacio, no puede encerrarse en su pequeño grupo de relaciones agradables. El que anuncian no busca huir del mundo, porque su Señor amó tanto al mundo que se entregó, no para condenarlo, sino para salvarlo (cf. Jn 3,16-17). El que anuncia hace suyo el deseo de Dios, que suspira por el que está lejos. No conoce enemigos, sólo compañeros de viaje. No se yergue como maestro, sabe que la búsqueda de Dios es común y debe ser compartida, que la cercanía de Jesús nunca se niega a nadie.

Queridos hermanos y hermanas, que el temor de equivocarnos y el miedo de recorrer senderos nuevos nunca nos detenga. En la vida todos nos equivocamos. ¡Todos! Es normal, No hay prioridades que anteponer al anuncio de la Resurrección, al kerigma de la esperanza. Nuestras pobrezas no son obstáculos, sino instrumentos preciosos, porque la gracia de Dios ama manifestarse en la debilidad (cf. 2 Co 12, 9). Necesitamos confirmarnos en una certeza interior, en la «convicción de que Dios puede actuar en cualquier circunstancia, también en medio de aparentes fracasos» (Evangelii gaudium, 279). Debemos creer verdaderamente que Dios es amor y que, por lo tanto, no se pierde ningún  trabajo realizado con amor, no se pierde ninguna dedicación sincera por los demás, no se pierde ningún acto de amor a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no se pierde ninguna dolorosa paciencia (cf. ibíd.). Para difundir el anuncio debemos ser sencillos y ágiles como en los Evangelios de Pascua: como María, que no ve el momento de decir a los discípulos: «¡He visto al Señor!» (Jn 20,18); como los Apóstoles, que corren al sepulcro (cf. Jn 20,4); como Pedro, que se tira de la barca hacia Jesús (cf. Jn 21,8). Necesitamos una Iglesia libre y sencilla, que no piense en el retorno de imagen, en la conveniencia y en las entradas, sino en estar en salida. Alguien decía que la verdadera Iglesia de Jesús para ser fiel debe tener siempre un déficit en el presupuesto. Es bueno este déficit.

Pensemos en los primeros cristianos, que tenían a todos en contra, eran perseguidos y sin embargo no se quejaban del mundo. Leyendo el Nuevo Testamento, vemos que no se preocupaban por defenderse de un imperio que los condenaba a muerte sino por anunciar a Jesús, incluso a costa de sus vidas. No nos dejemos entristecer, pues, por las cosas que no van bien, por las fatigas, por las incomprensiones, por las habladurías, no: son pequeñas cosas frente a “la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús nuestro Señor” (cf. Flp 3,8). No nos dejemos contagiar por el derrotismo según el cual todo va mal: no es el pensamiento de Dios. Y los tristes no son cristianos. El cristiano sufre tantas veces, pero no cae en la tristeza profunda del alma. La tristeza no es una virtud cristiana. El dolor sí lo es. Para no dejarnos robar el entusiasmo del Evangelio, invoquemos cada día al Autor, el Espíritu Santo, el Espíritu de la alegría que mantiene vivo el ardor misionero, que hace de la vida una historia de amor con Dios, que nos invita a atraer al mundo sólo con el amor, y a descubrir que la vida sólo se puede poseer dándola, se posee en la pobreza de darla, de despojarse de uno mismo. Y también con la sorpresa, la maravilla de ver que antes de que nosotros llegásemos, el Espíritu Santo ha llegado ya y nos espera allí.

Os doy las gracias de todo corazón por el bien que hacéis. Os bendigo y os pido que recéis por mí. Gracias.